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domingo, 1 de mayo de 2011

Cuando el bien y el mal se cogen de la mano -7-

Desperté empapada en sudor y con el corazón latiendo enloquecido en el pecho. Tenia tanto miedo que me costaba respirar y notaba la garganta seca, pero no me atrevía a levantarme de la cama para ir a por un vaso de agua.
Había soñado con el chico nuevo, del cual todavía desconocía su nombre, estaba entre sus brazos y le amaba, le amaba tanto que incluso dolía. Deseaba besarle, sentir la ternura de sus labios y el fuego de su deseo, pero cuando lo hice todo se volvió negro. De pronto noté un calor asfixiante, como si me estuvieran quemando lentamente disfrutando de mi tortura. Empecé a gritar suplicando que aquello parara, que me sacaran de aquel lugar, pero nadie parecía escucharme. Poco a poco fui vislumbrando una luz, al principio me alegré con la idea de que podría ver donde estaba y que sucedía, pero pronto descubrí la verdad, la naturaleza de aquella claridad.
Provenía de mi propio cuerpo, llamas enormes lamían mis brazos, mis piernas, mi rostro...me quemaban en un suplicio constante pero no me mataban ni me producían heridas, simplemente ardían sobre mi piel.
Miré horrorizada a mi alrededor. Me encontraba en un lugar lúgubre, lleno de calaveras que me observaban con sus ojos vacíos y su sonrisa macabra. Sentí un escalofrío. A lo lejos podía ver sombras con figura humana pero se hallaban a demasiada distancia para distinguirlas con claridad. Tras unos instantes que se me hicieron eternos, una de las sombras se aproximó al punto donde me encontraba. Era un hombre alto y joven. Tenia el pelo claro y los ojos verde oscuro. Pero ante todo destacaba por la gracia de sus movimientos y una sonrisa dulce y enigmática. Jamás había visto a un ser tan bello.
- Bienvenida a casa, hija mía. - fue lo único que me dijo.

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